TEXTOS

La memoria de la piel en las pinturas de Marina Puche


No sólo tenemos sensaciones hápticas en las manos. Soy consciente de que también disponemos de un tacto sutil y ralentizado en la mirada. Me he ratificado en ello desde el momento en que observé la orografía detenida de las carnalidades de esos cuerpos femeninos sumergidos en agua, que tan explícitamente han identificado, desde hace unos años, la diferenciada pintura de Marina Puche.

Al contemplarlos, parece que nos sentimos retenidos en sus contrastes cromáticos, en las formas, cargadas de futuro, de los rostros jóvenes, a punto de estallar sus matizaciones de color, bajo la piel, como si se tratase del momento clave de las florescencias emergentes, brotando de dentro a fuera -en flor-. Capta asimismo nuestra atención perceptiva el descubrimiento de ciertas irregularidades personalizadas, que recorren los rostros, detectadas minuciosamente, por el ejercicio de la pintura, como huellas de identificación facial, tan abundantes en los retratos durmientes, intimistas y relajados que predominan en estas obras.

Así son –desde hace años-- los trabajos, concebidos en series, por Marina Puche, trenzados creativamente en torno a las resonancias lejanas de un célebre y seductor mito literario: el de la bella Ofelia.

Quizás eso –creamos-- lo puede explicar todo, aunque posiblemente no hagamos, con ello, más que complicar aún más las cosas, ya que para interpretar una imagen, es decir para leerla en su connatural contexto, necesitamos, ante todo, correlacionarla con otras cadenas de imágenes, pertenecientes a un inagotable y compartido “museo imaginario” y ejercitar así, en su entorno, las plurales aplicaciones que conlleva y exige la consabida categoría de la “transvisualidad”.

Pues, la transvisualidad implica, al fin y al cabo, ver a través de otras visiones enlazadas, remitirnos a una creciente interdisciplinaridad, donde la pintura y el cine, la fotografía o la literatura viajan conjuntamente, al lado de la reflexión, del sentimiento y de la percepción, potenciando enlaces holísticos, crecientemente abiertos, nómadas, zigzagueantes y seductoramente entrelazados por la espontaneidad y por la fuerza de la cultura, inseparable, ya cada vez más, de los mass media y de la vida.

Ofelia, pues, asumida estratégicamente como punto de partida ¿O, más bien, como ensueño de llegada? ¿Cuántas aguas ha visitado nuestra Ofelia desde su inscripción en las voces de Hamlet, hasta reflotar de nuevo ahora, con visos familiares, en las bañeras indeterminadas de Marina Puche? ¿Cuántas metamorfosis ha experimentado en su decurso acuoso, cuántas fantasmagorías húmedas ha promovido, cuántas esperanzas ha realzado o cuántas frustraciones inútiles promovido este mito poliédrico y enigmático?

Hay tanto de paisaje intimista en sus carnalidades como de autorretratos prototípicos en sus jóvenes, abiertamente abandonadas a las caricias de las aguas, en esos grandes formatos de la intimidad, que son sus cuadros. Cuerpos metonímicamente transformados en retratos o retratos metafóricamente generalizables en referencia a los orígenes mismos de la existencia, a la vez que se roza, de manera oblicua, la vecindad con la llamada postrera. Porque conviene tener en cuenta que siempre Ofelia se ha movido –paradójicamente-- entre los umbrales y las fronteras equívocas de la vida y de la muerte, del placer puntual y de la despedida, de la belleza juvenil y de la pérdida, de la tentación más intensa y de la imposibilidad definitiva que preanuncia el contacto frío con la ausencia.

Ya en la propia consagración literaria del mito, se vislumbra el interno contraste existente entre el peligro y la satisfacción, entre el riesgo material y la actitud de sublimación formal. Pero --la verdad-- una cosa es el proceso de información abierto y constante que Marina Puche haya podido emprender, como investigación histórica y contextualizadora, en torno a su trabajo, en relación a sus obsesiones temáticas, y otra cuestión --a diferenciar-- es precisamente la aproximación casi fenomenológica, de minuciosas descripciones, que sus obras han motivado en mis reflexiones. Son sus planteamientos conceptuales, como tales, los que me interesan particularmente, en su relectura del mito, pero sobre todo en su proyectiva realización pictórica, en sus estrategias procedimentales y en la generación correlacionada de las distintas series, en las que –como eje determinante-- la figura femenina se plantea como protagonista única.

La aventura, en torno al mito, se perfila y preanuncia remotamente ya en la serie titulada “Introspección”, surgida tras el primer lustro del nuevo siglo, en la que el retrato se convierte en la clave de esta primera incursión expositiva de la pintora, respaldada precisamente por la profesora Rosa Martinez-Artero, especialista en el tema y autora del texto del catálogo (mayo, 2006).

Sin duda, en estos cuadros, de acercamiento investigador, son la mirada y la pose de las modelos las dos estrategias más destacadas, de cara a esa sostenida intimidad e introspección, ensimismamiento y cierta melancolía que se apoderan abiertamente de sus composiciones. Junto a ello hay que contar igualmente, en estos registros de entonces, con la ayuda fundamental de la presencia de las manos, con la rotundidad de los cabellos y con el lenguaje expresivo de los ojos, simplemente retraídos o fijados, en un claro abandono perceptivo, en la lejanía del espacio circundante, pero siempre claramente ajenos a la presencia del observador.

En el arco que va de la mirada perdida y ausente hasta los ojos totalmente cerrados, habrá que recorrer un proceso paulatino: el que conduce del retrato individualizado (anónimo o no) a la representación particular de las “ofelias” enigmáticas y durmientes de Marina Puche.

Pero en tal itinerario, un paso inmediato más será aportado por la serie “Corrientes blancas”, también de retratos, que abre cronológicamente la segunda mitad de esta primera década. Personajes plurales, plenamente identificados, reducidos a lo esencial, enmarcados violentamente en blanco, aislados y heterogéneos en sus personalidades fuertemente diversas.

Se trataba de potenciar, ante todo, el elemento aislante del rostro, de sumergirlo unitariamente en un medio homogéneo y diferenciado. Y este paso de indagación sería esencial para el futuro de los proyectos de nuestra pintora. El azar, a menudo, dicta sus propias razones. Pero hay que tener muy en cuenta que la diosa fortuna llega disfrazada de sorpresa –como decían los clásicos-- y su bagaje es aprovechado sólo cuando se está precisamente preparado para recibirlo con los brazos abiertos y en plena elasticidad creativa.

Marina Puche buscaba su particular lenguaje, a la vez que indagaba temáticamente en el entorno del retrato, de la fuerza expresiva del rostro y de la capacidad intimista de la mirada. ¿Por qué no reemplazar, por tanto, la presencia activa y determinante del blanco en la enmarcación de los rostros por otro medio más natural e inmediato? Fue así como surgió el hallazgo de la presencia del agua y sería realmente esta idea sobrevenida el auténtico leit motiv del salto hacia delante en su quehacer pictórico.

La concepción de un retrato emergiendo del agua, la decisión de sumergir el rostro / el cuerpo de la modelo en este medio, tan especial en su comportamiento visual, fue la clave de la asociación de ideas que conduciría “culturalmente” a Marina Puche hacia el entorno histórico y literario del mito de “Ofelia”.

De ahí arrancaría realmente la muestra titulada “Emergiendo”, asociada e manera explícita a la realización del Master de Producción Artística de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Politécnica. La exposición se llevó a cabo en el Instituto Municipal de Cultura de Meliana en junio del 2008, donde la pintora había obtenido previamente el galardón de la Bienal de Pintura de ese año.

He de reconocer que formé parte del Jurado de dicha Bienal y que luego fui invitado a pronunciar unas palabras de inauguración de la muestra. Para entonces ya había llamado claramente mi atención ese mundo pictórico, tan particular, de Marina Puche, como también lo haría luego en otros certámenes diversos, a través de los cuales me fui familiarizando crecientemente con sus “ofelias” y su mundo distintivo.

La consolidación del tema, su renuente atracción y el resultante impacto visual propiciaron que la matización investigadora siguiera creciendo, casi siempre –como suele ocurrir en el contexto de la actividad artística actual-- al socaire de nuevas posibilidades expositivas. Y así llegó la oportunidad de la muestra en la Llotgeta de la CAM, la selección del proyecto por el comité y el reapunte de otras coyunturas en relación a su tema favorito. Una vuelta más de tuerca que afectaría tanto al ejercicio de la pintura como al planteamiento expositivo mismo, ya en el año 2010.

Desde la visita de Ofelia al taller de Marina Puche, ya nada iba a ser igual. Había iniciado un viaje en solitario por la historia de un mito, que iba a arrastrarla a ella también, de cuadro en cuadro, de propuesta en propuesta, de modelo en modelo, por las superficies de la representación, buscando nuevos puntos de vista, nuevos encuadres, nuevas variaciones narrativas. Pero siempre con el mismo hilo conductor ya de fondo perpetuo. Ofelia ha sido la mochila de viaje por la memoria de los sueños, por las posibilidades más íntimas de la existencia, entre el origen de la vida y el final inesperado de la misma.

De hecho, los recursos coincidentes visualmente en la historia del mito de Ofelia han sido muchos: el joven cuerpo femenino flotante, la desnudez o los abundantes vestidos vaporosos, la sordidez o la transparencia de las aguas, a la vez móviles o estancadas, los cabellos generosos en sus conformaciones, jugando con la carnalidad, la belleza potencial condenada a no consumarse, el ambiente de misterio que marca el límite entre dos formas de realidad, entre la existencia y la muerte, pero también –desde un principio, en la génesis de la narración literaria en Hamlet-- la presencia de flores y guirnaldas, como estrategia equívoca entre el triunfo coronado y la ofrenda póstuma y decorativa del memorial.

Marina Puche, experimentada intensamente ya la mostración de las carnalidades, sin idealizantes sobreañadidos, entre las transparencias, veladuras y arrastres en la representación de las aguas, recurre --como experiencia puntual-- a la contrastación explícita del juego floral, reforzando el enmarcamiento del rostro de sus personajes anónimos, como materializaciones seriadas y sometidas a reflexión del mito. Sin embargo, su atención no se refuerza sólo en los contrapuntos florales, ya que asimismo un nuevo y particular interés por los rostros femeninos, se recupera y pasa al primer plano de su acción poética.

“Mi próxima exposición estará relacionada, lógicamente con el tema anterior de Ofelia. No podría ser de otra manera, pero posiblemente más llevado hacia lo vegetal. La presencia de las flores cobrará más importancia. Incluiré pinturas con motivos vegetales. Ha sido una especie de impulso de tratar esa íntima relación entre las flores y el mito de Ofelia, lo que es lo mismo que conectar las flores con la muerte. Todo un ámbito que merece particular reflexión”.

¿Por qué no dar un paso más y asociar asimismo aquella especial predilección –altamente fetichista-- que existía, en los inicios mismos de la implantación fotográfica, por la conservación de la imagen de los difuntos, como postrer recuerdo, con la representación, particularmente estudiada, del mito de Ofelia? ¿Acaso no nos recuerda el viejo Pascal, rememorando sus experiencias del siglo XVII, cómo precisamente tales imágenes, al igual que las máscaras mortuorias, igualmente conservadas, pueden entenderse como la máxima cota del realismo? Para él ese molde directamente tomado del rostro del difunto venía a ser el contrapunto visual definitivo de la expresión paradigmática del tránsito de la persona hacia el misterio del más allá. Lo subrayaba como la reacción humana individual frente al enigma de la muerte, concentrada en aquello que la persona posee de más identificable: su rostro. Nada en el arte había –para él-- más realista y a la vez más expresivo, al ser ejecutado justamente en el tránsito entre la actividad existencial y la pasividad radicalizada, antes de que o justo cuando los músculos del rostro, encarnación de las muecas significativas, ceden al rigor mortis.

Quizás por eso, Marina Puche ha introducido ahora, como meta complementaria, un particular juego de contraste más en sus “ofelias”, teniendo en cuenta la proximidad de la belleza con la muerte que siempre ha sostenido la estructura narrativa del mito. Ahí está ese nudo contrastado entre la interpretación que puede mediar entre la mirada aún activada por la vida, la que se halla recogida y fundamentada intensamente en la relajación del sueño o la que cabe apuntalar y sorprender definitivamente en el abandono de la existencia. Compleja tarea, sin duda, y nada fácil ni cómoda, como para ser asumida temáticamente en un programa de trabajo, ejecutado en torno al rostro humano, puesto entre paréntesis, precisamente entre el agua y/o las flores.

“Hace unas fechas me encontré, por casualidad, con un artículo en una revista acerca de la fotografía postmortem. Tanto el texto como las ilustraciones me impactaron. Me di cuenta inmediatamente de las conexiones que todo aquello podía mantener con mi trabajo. Me trajo a la mente el hecho significativo de que se representara a las personas rodeadas, en determinadas ocasiones y no en otras, de flores, igual que también nos fotografiamos con amigos, familiares, bibelots o juguetes. Tenemos la posibilidad de elegir cómo queremos ser recordados. Y todas estas ideas se han ido sumando en mis preocupaciones actuales, a la hora de preparar la muestra”.

De hecho, no cabe olvidar cuánto de escenografía exige el cultivo de las variaciones pictóricas del citado y recurrente mito de la figura femenina. Ofelia –lo sabemos-- no sólo es ella y su rostro, su actitud y su pose. Ofelia es también su situación, su historia y su contexto. Lo que de ella sabemos y lo que de ella esperamos, incluidos nuestros sueños. De ahí el peso tan considerable del entorno escenográfico, sugerido en el momento de la representación pictórica.

“He decidido enlazar las pinturas con dibujos ovalados y con una propuesta de intervención entre instalación y escultura de 2.20 x 190 cms. Será una sorpresa para el visitante. Creo que complementará muy bien la muestra. Todo ello va a enlazar con el tema sobrevenido de la fotografía postmortem y el mito de Ofelia, replanteado in situ. Pero hay una diferencia muy relevante: al contrario que en tales fotos, mis numerosos dibujos de pequeño formato lo que quieren es reflejar una especie de “foto en vida” para siempre, como si se tratara de una foto estudiada de alguien para la posteridad, de acuerdo como a esa persona le gustaría ser recordada”.

¿Hasta qué extremo ha podido pesar esta premisa contextualizadora y escenográfica en los planteamientos expositivos de la presente muestra pictórica de Marina Puche? Ahí queda la pregunta, formulada escuetamente, al posible visitante, en el umbral mismo de la sala de exposiciones, donde pintura, dibujo y escultura dialogan entre sí, al socaire de un mismo horizonte.

Valencia, mayo 2010

Román de la Calle

Presidente de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos



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Islas


“No hay rostro que no englobe un paisaje desconocido, inexplorado; no hay paisaje que no se pueble con un rostro amado o soñado, que no desarrolle un rostro futuro o ya pasado”

Mil Mesetas Deleuze-Guattari


En los últimos cuadros de Marina Puche la referencia a la Ofelia que pintó Millais es casi inevitable: rostros de mujeres jóvenes con el agua al cuello, emergiendo, azuladas…aunque en estos, el fondo de aquel se torna figura, primer plano. El entorno, el afuera del paisaje se muestra, esta vez, dentro, inscrito en la cara.

La minuciosidad y el detalle del lecho del río que acoge a la ahogada, delicia de botánicos en el cuadro prerrafaelista, se desarrolla ahora en la construcción pictórica de la piel y los rasgos faciales. La yuxtaposición cromática y gestual va configurando un sugerente territorio, lleno de pequeños accidentes; variopinto y heterogéneo recorrido potenciado por la ampliación de la superficie topográfica representada.

Enmarcado por el negro nocturno, mate, profundo, plano, que representa la espesura frondosa del cabello y bordeado por la orilla temblorosa de la superficie brillante del agua, espejo que refleja pero que también deforma, se alza emergiendo esa isla que es un rostro.

El rostro nos hace únicos pero al tiempo nos aísla. Nos individualiza y por tanto sujeta. Sumergidos en un yo ensordecedor y cercados como estamos por un mar infinito tratamos desesperadamente de formar un archipiélago, un conjunto de islas unidas por aquello que las separa como muestra la instalación de esta serie de obras.

Chema López. Valencia. Abril, 2008



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Mujeres


El primer plano pictórico adeuda al cine el encuadre que permite rozar el rostro. Fragmento o corte de una realidad en movimiento, el cine se detiene en los pormenores de los rasgos faciales sin deshacer su humanidad. Mientras la fotografía nos deja plantados ante el rostro sin un antes y un después, la pintura y el cine se emparentan en el nudo de la duración.

Así ocurre en las últimas pinturas de Marina Puche: Mabel, Carla, Carmen y Carolina. Un rostro pintado como danzan las sombras de un árbol, enfrenta al contemplador a la emoción, de un lado por el suceso mismo del color y la pincelada, de otro por lo que se muestra: “el rostro del otro”, donde caben espíritu y vida, naturaleza y pensamiento.

Como podemos sentir ante el rostro mudo en la pantalla cinematográfica, estos cuadros de Marina Puche, estas pinturas de rostros mudos de mujeres que vemos tan cerca, tan dentro de si mismas, tan bellas, aumentan a causa de su escala y sus calidades pictóricas nuestra experiencia de la visión, de tal modo que alcanzan a retenernos en su belleza y obligada renuncia. El arte increpa. El rostro pintado en primer plano, ajeno y hermoso, primer limite del “otro”.

Rosa Martínez-Artero. Valencia. Mayo, 2006



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